martes, 27 de octubre de 2009

Un perfil psicológico, 2 caras




Mike Tyson es depresivo, paranoico e inseguro, tuvo una infancia difícil, soporta un cierto complejo de culpa y lo pasa mal para relacionarse con el género humano. El tipo que terminó con Julius Francis en poco más de cuatro minutos reúne el perfil psicosomático de tantos ciudadanos de a pie, las patologías de un hombre corriente, los datos puntuales de muchas de las personas con las que se cruzará por la calle, cortejado por un puñado de voluminosos guardaespaldas.
El boxeo se ha convertido en una terapia para el chico que creció a bronca limpia en la neoyorquina barriada de Brooklyn. Así se desprende al menos del informe del Hospital General de Massachusetts, que le permitió recuperar la licencia después de morder a Holyfield en dos ocasiones en el combate que señaló un punto y aparte en su carrera profesional, cuando la Comisión Atlética de Nevada le inhabilitó de por vida.

Aquella dejó de ser una pelea profesional para someterse a las reglas de una gresca callejera. Así lo entendió el expresidiario condenado por violación, que sólo cumplió tres de los seis años de cárcel gracias a su buen comportamiento. Tyson reclama que se asuma su doble identidad («Aquí, en mi entorno, soy "Mike", para mi mujer, y "papá" para mis hijos», sostenía en una reciente entrevista) pero sus actitudes invitan a confundir a menudo al boxeador con el padre de familia.

El dictamen de un selecto grupo de psiquiatras, psicólogos y neurólogos concluye que es menos peligroso cuando vive en torno al cuadrilátero que cuando está alejado de él. El ex campeón del mundo de los pesos pesados lanzó un grito de auxilio desde el diván, después de repasar su atormentada existencia.

Fue, según su propia confesión, uno de tantos que se sintió traicionado por aquellos a quienes cedió el gobierno de su trayectoria profesional. Al igual que le sucediera a Alfredo Evangelista o Perico Fernández, santo y seña del pugilismo español en los 70, se considera una víctima de sus apoderados y managers.

Los sentimientos de traición le provocaron un estado de ansiedad, una sensación, descrita por él mismo, de hipervigilancia sobre los acontecimientos que sucedían a su alrededor y sobre las personas que se movían en torno a él. Cambió de managers en junio de 1997, tras emprender acciones legales por una presunta estafa. «Me dejaron tirado, gente por la que estaba dispuesto a morir», rememora ante sus analistas.

Huérfano, perdió también muy pronto a su hermana, para crecer tutelado por una pareja a la que entregó el cariño y la admiración que se profesa a los padres. El fallecimiento de Mr. D'Amato, su tutor, fue, según su testimonio, como la pérdida del progenitor.

La depresión le ha acompañado a lo largo de toda su vida y dice que se sometió a tratamiento desde su infancia. Recibió un diagnóstico de maníaco-depresivo hace varios años y fue tratado con carbonato litio. Ese estado de ansiedad, ese decaimiento endémico, es una constante en las conversaciones que mantuvo con los doctores a lo largo de cinco jornadas del mes de septiembre del pasado año, en ocho horas y media.

Sin embargo, los especialistas no atisbaron una gravedad extrema en su talante depresivo, desaconsejando incluso el uso regular de fármacos para su tratamiento. Las indicaciones apuntan al trato con un especialista, con el apoyo coyuntural de antidepresivos. «Mr. Tyson debería someterse a una terapia clínica personal, con un médico con quien habría de contactar telefónicamente, al menos una vez por semana», se concreta.

Curiosamente, no ha sido el boxeo la razón de sus desórdenes anímicos. El púgil presenta dificultades de concentración, problemas memorísticos, de aprendizaje y en la coordinación motora, pero todos ellos podrían haber sido adquiridos antes de iniciar su carrera profesional. «Creemos que la vuelta al boxeo le ayudaría a aliviar parte del estres que contribuye a su depresión», se deduce en las propuestas para su tratamiento.

La presión, un lugar común para el deportista de elite,se apellide Tyson, Maradona o Anelka. Muchas de las penurias de quienes se ven llamados a convertirse en modelos sociales parten de la renuncia a asumir semejante rol, de la incapacidad y la falta de pretensiones para ejecutar una labor que les viene asignada por cualidades puramente profesionales. «No quiero ser una estrella», grita el enfermo, que sostiene un discurso bastante coherente y muestra preocupación por los que sufren, por los pobres y los perseguidos, un deseo de prestarles ayuda.

La posibilidad de otra agresión antideportiva en el cuadrilátero no parece probable. «No se puede predecir su futuro comportamiento, ni el de ninguna otra persona, pero el riesgo de reincidencia es bajo», concluye el informe clínico, un testimonio exculpatorio para el distinguido paciente de la barriada de Brooklyn.

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